Playground (Muestra colectiva Asociación ‘Arte & Punto’)
Quizás el jugar sea lo único que sobrevive a la infancia. O, al menos, es una de las pocas actividades que arriban de forma indemne a la adultez. Desde aquella proposición, algunos ven en el arte el territorio ideal para ensayar el juego. Eso sí, un modo del juego que no es ni reglamentario ni competitivo, sino que se abre hacia una dimensión que le permite al ser humano experimentar su propia libertad creativa. El jugar se formula así como una actividad que libera a la razón de las ataduras y las censuras del sentido.
Cuando el juego nos saca de la órbita del sentido, ya no podemos establecer una relación sumisa con los objetos que ensaya el arte. El jugar nos exige interacción, porque en lo lúdico se juega una fuerza vital que ha desfuncionalizado el modelo que le sirve de referencia. En el momento en que este acto se concreta, se descubren otras esferas del mundo que porta el juego o el juguete. Así, una playa que se pierde en su inmensidad, puede convertirse en una cancha de fútbol (Benmayor); un corazón de papel, en un objeto descontextualizado, hundido en su propia y absurda materia (Zamora); una superficie híbrida que recuerda el material con que se reviste el piso de un espacio de recreación, en una placa de concreto que cuelga de la pared (Briceño); la casa dibujada por todos los niños del mundo, en un deseo colectivo imposible de concretar (Holzapfel); un modelo creado por un niño que juega a las manualidades, en un cuadro pintado al óleo (Serra); un motivo alegórico que pertenece a la solemne Historia del Arte, en una grupo de amigos jugando Arcade (Hernández); el encadenamiento de diversas paranoias, en una conversación a oídos sordos (Oettinger); la espera universal de la niñez que quiere salir a jugar, en la quietud de una pintura (Bradbury).
Mariano Sánchez